Cine de delincuencia juvenil español 1976-1985

Con anterioridad a que el asunto estuviera de moda y hasta el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona le dedicara una exposición por todo lo alto, aparecía este artículo en el nº163 de Ruta 66, en el año 2000. Por aquel entonces las películas del género quinqui languidecían en los video-clubs, consultadas a menudo por el pueblo pero todavía a salvo de las carroñeras garras del culto. El Vaquilla aún vivía, y uno de los mayores alicientes de aquella empresa fue adentrarme en las fétidas tripas de la Vía Trajana, marginal barrio barcelonés en el que me entrevisté con camellos varios y parentela cercana del Vaquilla. Puro lúmpen suburbial, gueto quasi guantanamero, cercado por numerosas unidades móviles policiales, en el que en cada esquina se apostaba un vigía para gritar aquello de «¡¡agua!!» cuando la madera decidía internarse para dar una batida. Ríanse ustedes de las películas americanas. No creo que los individuos, alijos y arsenales armamentísticos que allí ví tuvieran parangón con nada de lo que la ficción cinematográfica ha urdido, incluida la quinqui.

MONDO CALORRO
CINE DE DELINCUENCIA JUVENIL ESPAÑOL 1976-1985

Bruce Lee era el que más leña repartía, pero aquí en España los palos los daban el Torete, el Vaquilla y otros chorizos de entre 12 y 16 años que cobraron celebridad a punta de navaja y recortada. Sus andanzas fueron inmortalizadas en varias películas, origen de un chungo y efímero subgénero.

España, hace un millón de años. Eleuterio Sánchez, axioma del enemigo público número uno en la unidad de destino en lo universal, salía de la trena hecho un intelectual. Su rehabilitación dejaba al país huérfano de esa nueva especie que había nacido con él, el delincuente mediático, un quinqui al que, en los años 60, la prensa del movimiento, TVE y Radio Nacional habían ascendido a mito. En un estado moderno, y el español quería serlo, elementos de las características de Eleuterio resultaban tan útiles como las catástrofes naturales, el terrorismo, Eurovisión o el fútbol. “Los mitos son necesarios”, pensaba Anton LaVey, “y también lo son los desastres provocados por el hombre. Éstos —guerras, conspiraciones, inquisiciones, dilemas de todo tipo—, como los mitos, deben ser urdidos y nutridos, ya que devienen esenciales para las necesidades emocionales del hombre. Son narcóticos. El populacho requiere dosis regulares de escándalo y paranoia para aliviar el aburrimiento de una existencia sin significado”. En tanto que monstruo tramado por el sistema, la manipulación informativa de sus desdichadas fechorías posibilitó al Lute competir en popularidad con el mismísimo Cordobés, desviando la extraviada mirada pública de otros asuntos mucho más escabrosos.

Dio la impresión, durante aquellos años de pertinaz sequía malhechora posteriores a la beatificación luterana, que el único capaz de llenar el vacío dejado por la excarcelación de Sánchez iba a ser Curro Jiménez, una ilusión virtual ucedista, producto de la amistad entre Sancho Gracia y Adolfo Suárez. Siendo ya España una sociedad televisiva, resulta tentador especular con las posibles conexiones formativas entre el bandolero catódico y los sucesores del Lute, una generación de quiyos gitanos visualmente alimentada por el Algarrobo, fiebres karatekas, Starsky & Hutch, Travolta y Jose Luis Fradejas. Sea como fuere, sumado a una rumbita y algunos chinos bien cargados, el impacto de la cultura pop pre-digital en mentes todavía tiernas podía causar severos estragos.
De chinorri, Juan José Moreno Cuenca, alias el Vaquilla, acoplaba unos tacos de madera para alcanzar los pedales de los bugas a los que hacia el puente. Era un fenómeno. A su edad la gente jugaba al futbolín, pero a él lo que le daba marcha era la conducción temeraria y las chiras. Vecino del conocido barrio marginal barcelonés del Campo de la Bota, una explanada chabolista encajonada entre la villa olímpica y Pueblo Nuevo, el Vaquilla no tardó en hacerse famoso debido a su precocidad y a la espectacularidad, que no gravedad, de sus acciones. De su vida y delitos surge el patrón por el que se cortará todo el cine navajero improvisado en España a mediados de los 70, siendo este uno de aquellos casos en los que la ficción desmerece a la realidad. Dinamizada por las pertinentes dosis de persecuciones automovilisticas, jaco, trullo y puterío, la del Vaquilla consistió apenas en afanar tropocientos vehículos y pegar un par de tirones, el segundo de los cuales resultó en atropello y muerte de la víctima, una anciana que acabó arrollada cuando la correa de su bolso se enredó en la rueda de la motocicleta de los asaltantes. Veinte años le cayeron al colega. Transtornado por la fama que los medios se encargaron de adjudicarle pese a su corta carrera, en la Modelo el Vaquilla se transformó en un figura y en menos que canta un gallo empezó a irse de la lengua. Alimentar vena y ego tenía un precio, y desde entonces Juan José se ha convertido en un elemento molesto para todo el mundo. Fugarse, lo cual hizo a conciencia, no le sirvió de mucho, pues los suyos, la comunidad gitana que luego trasladaron al barrio de la Mina y de ahí a la Vía Trajana, preferían tenerle lejos y evitar los sonados despliegues policiales provocados por sus salidas no autorizadas, incompatibles con las transacciones comerciales que en dichos suburbios tenían y tienen lugar a diario. El estado, sencillamente, no supo que hacer de él. Todavía están frescas sus últimas tropelias, y, se rumorea en la Trajana, el hecho de que no hace mucho volviera a darse el piro cuando sólo le restaban unos meses de condena por cumplir, refleja la cruda circunstancia de un hombre que, encerrado la mayor parte de su existencia —nació en la prisión de mujeres donde estaba recluida su madre—, no sabe qué hacer de la libertad.
Como todo lo malo se aprende, en el gueto del Vaquilla su ejemplo cundió. No había para menos. Sin pasarse de rosca, un menor podía burlar la ley mientras no tuviera próxima la mayoría de edad. Chorizar un carro y pasarse el código de circulación por los huevecillos, practicar tirones o dar pequeños palos, podía llevarles como mucho ante el Tribunal Tutelar de Menores, de donde eran expedidos a algún colegio o centro de formación, a lo sumo reformatorio, quedando libres al cumplir los 16. Protegidos por una legislación que no había previsto tales contingencias, salían sin antecedentes, limpios, pudiendo así iniciarse profesionalmente en el crimen desorganizado, o en su defecto en el mundo del espectáculo. El asunto de los derechos del menor no era tan estricto como actualmente; si bien no estaba permitido publicar sus fotografías en la prensa, varios de aquellos gañanes, los que no la diñaron antes estrellándose en un coche robado, acabaron interpretándose a sí mismos o inspirando personajes hagiográficos en una serie de películas cuyo único propósito era precisamente exponer, bajo una óptica moliente y fariséica, todo aquello que los descalificaba frente a la sociedad. Su reinserción era harto improbable, pero después de contemplarlos en acción en sus propias biopics estaba clarinete que nadie iba a osar darles currelo.
En contradicción con sus orígenes académicos, maestro nacional y licenciado en filosofía y letras, el máximo responsable de esa operación de cine basura que sacaba tajada del miserable sino de aquellos bergantes fue José Antonio De La Loma. En activo desde 1950, había empezado como guionista a sueldo del productor y director Ignacio F. Iquino, otro pequeño magnate del exploitation nacional. Después se pasó a Laurus Films, la productora del actor Conrado San Martín, y en el 56 debutó como realizador dirigiendo dos guiones propios para la cinematográfica Pecsa. Ocupado escribiendo argumentos por encargo, no vuelve a dirigir hasta 1966, adentrándose sin demora en un cine de acción patatera con títulos como “Misión en Ginebra” (68), “El Magnífico Tony Carrera” (69) y “Golpe de Mano” (71). Dada la buena salud de la entonces campante industria cinematográfica catalana, propiciada mayormente por la existencia de una creciente infraestructura publicitaria, y dado también lo proverbialmente zafio que se demostró el cine comercial de bajo presupuesto en que estaba especializada dicha industria, no es de extrañar que se diera bola a alguien tan inepto como De La Loma. Su tenacidad, ya que no otra cosa, se vió recompensada por el bombazo que supuso “Perros Callejeros”, híbrido de acción policial y docudrama de denuncia que abordaba un problema de interés social tan en boga como el de la delincuencia juvenil incubada en los extrarradios de las grandes urbes, donde inmigración y marginación se confundían. El demagógico retablo que De La Loma barruntó con el tema agradó a las masas, especialmente las jóvenes. A estas dirigió su siguiente película, otro subproducto para chupar de la moda curriqui, en este caso la desatada por “Grease”, “Nunca en Horas de Clase” (1978), una abominable travoltada con denuncia de propina. Protagonizada por la frígida Inma de Santis y el fantasma de Carlos Ballesteros, se ganó a pulso un espléndido fracaso que aceleró la confección de “Perros Callejeros 2”. Ni ésta ni subsiguientes intentonas, “Perras Callejeras” y “Yo, El Vaquilla”, consiguieron repetir el impacto del primer título de la serie, aunque a su responsable le proporcionaron lo suficiente para ir tirando hasta la, en su caso providencial, jubilación.
La réplica madrileña a “Perros” la dió “Navajeros”, película también protagonizada por un genuino cheroki, mas no pies negros, José Luis Manzano, que dirigió Eloy De La Iglesia, realizador de origen vasco, como De La Loma licenciado en filosofía. Su especialidad era la crónica-crítica social a expensas de truculentos dilemas morales generados por algún tema de actualidad que resultara lo bastante escabroso o mórbido. En su nómina filmográfica figura un poco de todo: impotencia sexual, zoofilia (“La criatura”, protagonizada por Ana Belén y un chucho), sacerdotes concupiscentes, diputados homosexuales, inseguridad ciudadana, ministros corruptos, paro juvenil y otros tópicos rematados. Su periodo más prolífico fue el de la transición, ganándose la animadversión de la crítica y el favor de la turba con un cine populista de choque, éticamente “provocador” y técnicamente casposo, que también podría considerarse de autor aún satisfaciendo los ramplones intereses de la industria, dueño de un particular estilo, o mejor anti-estilo. Cine de cualquier modo que, echando mano de símiles periodísticos, se ubicaba entre El Caso e Interviú, predecesor de los lastimosos reality shows y la mentalidad telebasura. Apodado el Fassbinder español por su propensión a la marginalidad de poso homo, De La Iglesia observa no obstante mayor interés formal y personalidad que De La Loma, un desaprensivo artesano pulp a cuya vera cualquier cosa parecía arte y ensayo, inclusive las de Pajares & Esteso.
Dentro de la producción quincorra de De La Iglesia, a “Navajeros” le sucedieron “Colegas”, el “blockbuster” picador y la peripatética “La Estanquera de Vallecas” (1986), última película hasta la fecha de un realizador que, como muchos otros “profesionales” de este ramo, ha sucumbido también a la tragedia personal. De La Iglesia malvivía últimamente en la calle, arruinado, olvidado y devorado por sus propios, compulsivos fantasmas.
Hay mucho que temer de este sentimentaloide y tendencioso infragénero, pero con un poco de buena voluntad y mucho humor es factible sacarle provecho. Las quinqui movies son una folclórica, subdesarrollista mixtura de Tarantino y Jess Franco con propensión al folletín lúmpen, reino de pésimos actores pésimamente dirigidos, vicioso y canallesco reducto de la cinematografía tardofranquista, cantera del actor´s studio penitenciario y cúspide del realismo mangui. Imprescindible para saber como se las gastaba la juventud de este país antes de “Historias del Kronen”.

PERROS CALLEJEROS 1977
Reconstrucción a la carta de la “vertiginosa carrera de delitos” perpetrada por la banda del Campo La Bota. Encabezada por el Torete, Angel Fernández Franco, el que fuera lugarteniente del Vaquilla, aquí desfila toda la cofradía: el Pacorro, el Ojillo, el Majara, el Pijo, el Chungo, el Corneta, el Cornetilla, el Fitipaldi, el Bocas, el Mosque, el Pirulí y hasta el Porrete, el alevín, un canijo de cinco años enganchado al Winston. Era un tema candente, el de la delincuencia infantil en las grandes ciudades, pero “Perros Callejeros” reventó taquillas debido al componente verité de su reparto: auténticos rateros suburbiales, niños superdotados del lumpen, carroña en carne y hueso. La acartonada inducción al celuloide de esta parada de freaks no revistió lastre alguno, estando el elenco profesional de la película plagado de actores bastante más nefastos que ellos. Planteada como una “action-B movie” de pantalón acampanado y bso post-Shaft, cinematográficamente hablando “Perros Callejeros” reptaba bajo mínimos. A su favor tiene el valor documental de preservar costumbres, escenarios y situaciones de un (sub)mundo ya desaparecido. Y la rocambolesca gesta del Torete, que no es poco. Repudiado por su madre, el Torete ha sido criado en el Prat por su abuelo, un chorizo que le enseña los rudimentos del oficio. Ya en la Bota, se lo monta de as del volante y se hincha a sustraer 124s y 1430s para dar el tirón a transeuntes incautos. Como conduce por la filo y la pasma le persigue con un Simca de mierda, no hay quien le eche el guante. Y es que, además de subnormal, la madera es cutre. La comisaría de Pueblo Nuevo parece tercermundista y los pasmas —también denominados porros, chutes y porreros— gastan aspecto de chulo de discoteca. Están, claro, hasta las pelotas del Torete y cía (“me los cargo aunque acabe de ordenanza en Andorra”, exclama uno de ellos). El susodicho sigue a lo suyo, quilarse sin sacarse los gallumbos a las chorbas de sus compis (Crista Lem en el único desnudo integral del film) y recaudar sacos, esto es billetes de mil. Abreviando, la cosa va a mayores cuando se agencia una cacharra y luego aplica palanca a la persiana de una armería. Hay poli bobo enrollado, escenas de persecución sobre el asfalto que parecen rodadas a cámara lenta, atracos bancarios, asaltos a parejas que echan el casquete en el coche y babosa subtrama romántica. El climax lo pone el Esquinao, el jessfranquista Frank Braña, patriarca gitano que corta el bacalao y otras cosas. Como el Torete ha desvirgado a su sobrina, no se le ocurre otra cosa que cercenarle la pilila con una navaja barbera. El Torete, que es muy macho, se sobrepone a la emasculación, adopta cara de Fari y trama su venganza. Pispa un Citroen Tiburón y con él machaca repetidas veces contra una pared al castrador gitanaco. Despues se lanza a toda hostia por las costas de Garraf y se despeña fatalmente al intentar evitar un control policial. Al contrario que en posteriores producciones, las referencias a la droga son mínimas, una inocente fumada de porros que además no les pone especialmente. La recaudación de este churro desató secuelas e imitaciones aún más inmundas si esto es posible, dos por parte del propio De La Loma.

PERROS CALLEJEROS 2 (aka BUSCA Y CAPTURA) 1979
Cine dentro del cine, como Truffaud, tú. “Perros Callejeros” está a punto de ser estrenada pero su protagonista, el Trompeta —o sea el Torete haciendo de Trompeta, que a su vez hace de Torete en Perros 1—, se encuentra en busca y captura. Ya en edad penal, con voz cazallosa, tatuajes talegueros y una pinta de palmero de los Amaya que tira de espaldas, Angel Fernández Franco vuelve a interpretarse a si mismo a pesar del lío montado por De La Loma para argumentar esta endémica segunda parte. La diferencia es que ahora es famoso, por lo de la peli, y las tías van locas detrás de él. En las discotecas Zafiro y Golden, “me esperan en la puerta con las bragas en la mano”. Con todo, sigue fomentando el adulterio a troche y moche, preferentemente con las parientas de sus socios y colegas. “Uno es asi, no tiene principios”, se justifica. Lo demás también sigue como siempre: no pasa día sin que trinque carros ajenos y queme llanta para zafarse de los pasmas. En estas se encuentra con el Vaca —personaje libremente inspirado en el Vaquilla—, el Manteca y el Mandarina, que roba “porque le da apuro pagar”. Con ellos le cae el primer marrón, pues atropellan accidental y fatalmente a una mujer tras aplicarle el tirón, clara referencia al historial de Moreno Cuenca. El segundo lo hace cuando deja sus huellas donde no debe, el Chrysler que roba para unos colegas que luego se cargan al machaca de una gasolinera. El Torete, o el Trompeta, no será un santo, “hoy nadie es bueno, no funciona” dice al respecto, pero él no ha matado a nadie. El director de la película le cree y el muy mamón le recomienda entregarse. Ingresa en la Modelo, pero los desvelos del alter ego de De La Loma y la Verdad consiguen que sea por poco tiempo. Al salir del trullo, un misterioso conductor le arrolla con trágicas consecuencias. Fin. ¿Quién mato a JR? Se supone que Fernando, un comisario lisiado a raiz de una colisión producida mientras azuzaba al Trompeta por la autopista. El hombre está muy quemado y se pasa la película repartiendo hostias al primer chorizo juvenil que se le pone a tiro. Encima, unos presos fugados, después de partirle el caca a un chivato, han secuestrado y violado a su hija para vengarse por lo mal que se lo ha hecho con la basca de la Verneda, el Pueblo Nuevo, el Prat y la Mina. En resumidas cuentas, más de lo mismo. Lo mejor de todo, las meyerianas mamas de Verónica Miriel. Atención, literatos: “Perros Callejeros 2” inspiró un libro del mismo título.

NAVAJEROS (aka DULCES NAVAJAS) 1980
“Tu no estás en la vida, tío”, le dicen. “Yo estoy donde me han dejao”, responde el protagonista, imaginario, de esta película, basada en hechos reales, como todas. A sus 15 tacos, José Manuel Gómez Perales, alias el Jaro, acumula un historial dabuten: 500 tirones, 200 coches robados, 3 bancos atracados, 400 garages, 50 comercios y 80 transeuntes asaltados, 29 fugas de reformatorio y 3 veces herido en enfrentamientos con las fuerzas del orden. Tanto desmán tiene su explicación. El Jarucho es un niño de la calle. Su padre desapareció, su vieja se prostituye para un macarra y su hermano cumple condena. Está solo ante la puta vida. Esterotipo navajero elevado al cubo, sus peripecias dan pie sin embargo a la más lograda tentativa del género. El guión es dinámico y De La Iglesia, aunque incapaz de resistirse a endilgar “mensaje”, lo plasma con desacostumbrada agilidad narrativa, lanzando no pocos guiños a “La Naranja Mecánica”. Por una vez, los personajes tienen sustancia y algunos actores, excluyendo a José Sacristán, están a la altura, caso de José Luis Manzano, el que será actor fetiche del director en su primera aparición, y la mejicana Isela Vega, madura pero todavía espléndida. Y además, la banda sonora, que es mayormente de Burning —”solo cree en sus leyes, nació para correr”—, Elipa pura condimentada con intervenciones puntuales de Rumba 3, Tchaikowsky y Gato Pérez. Preludiada por “Miedo A Salir de Noche” (79), el mismo asunto visto desde el otro lado de la barrera, el de unas víctimas no ya de la delincuencia sino de las fuerzas oscuras (de extrema derecha) que la fomentan para hacer propaganda con ella, “Navajeros” sacaba partido comercial a la delincuencia juvenil con un alegato erótico-progre-izquierdoso que hundió definitivamente a De La Iglesia en el lodazal del desprecio crítico. Allá ellos: “Navajeros” rula. El Jaro atraviesa un momento de cambios profundos. Se lo monta con una puta mejicana de bandera —”de rodillas por detrás, es como te gusta más”, canta Johnny mientras copulan—, y acaba de pillarse una recortada. Convence a su banda —el Butano, el Pepsicolo y el Chus— de que en el tirón no hay futuro. Para empezar dan el palo en un fiestorro sarasa que tiene lugar en Puerta de Hierro, después hacen lo propio en un meuble —donde el Jaro pilla a su madre en plena faena— y una farmacia, de la que se llevan todas las existencias de Metasedín. El Jaro es un lider nato, pero hasta los mejores se enamoran. Se cuelga de la Toñi, hermana de Chus, una politoxicómana que lo tiene claro: “a mi lo que me va es pasar de todo”. Para enrollársela se agencia indebidamente el tate de un trafica al que llaman El Marqués, Quique San Francisco en el que será su personaje habitual de villano de carácter. Este no tardará en desquitarse poniéndole una varita en el jopo, tarea para la que comisiona a Kid Marino, un boxeador sonado al que por algo apodan la Mari Trini. Indignados, los camaradas del Jaro convocan a las bandas de Chamartín, Tetuán, La Ventilla y otros puntos de Madrid para devolverle la cortersía al Marqués. En una escena de masas digna de “The Warriors”, la turba quincallera arrasa el cuartel general del traficante, un pub llamado El Globo. Luego el Jaro se mete en una de tiros y le han de extirpar un testículo. Tras escaparse del maco reforma a la banda con el Pastillas y el Nene, un parvulario y debutante Pirri, alias Luis Fernández. Los hados fastidian el gran golpe que tenían planeado y deben rebajarse a sirlar radiocassettes de coches aparcados. En una de estas acciones al Jaro se le gira el coco y se enfrenta con una navaja al propietario del carro, armado con una escopeta. En un metafórico encadenado de planos, al Jaro le vuelan la cabeza en un plano tope splatter mientras su hijo recién nacido asoma la suya por el útero de la Toñi. A destacar el cameo especial de Maria Martín, la Silvia Miles española, a quien el jetas de Bigas Luna erotizó con leche en “Caniche”. Tanto Manzano como el Pirri fallecerían años despues victimas de la aguja.

DEPRISA, DEPRISA 1980
De poco sirvió que un director de los considerados “serios”, Carlos Saura, y un equipo técnico de serie A —Querejeta, Escamilla, Del Amo— abordaran la moda desatada por “Perros Callejeros” con este largometraje de capital hispano-francés. Saura, a quien precisamente es posible atribuir la paternidad del género por su primer largo, “Los Golfos”, una producción de 1959 que, entre el neorrealismo y el documentalismo, relataba como cuatro chaveas de la periferia madrileña incurren progresivamente en la delincuencia para superar sus frustraciones —o sea las de siempre, no tener un clavo—, se mostró tan torpe y deficitario de imaginación como un De La Loma cualquiera. Si al causante de la popularización del cine navajero se le podía consentir el pasteleo por ser la suya una vocación abiertamente crematística, a alguien de la laureada categoría de Saura cabría suponerle mayores ambiciones. No falta aquí ni uno de los lugares comunes del cinema quinqui: soundtrack flamenquito (los Chunguitos, la Marelu, Lole y Manuel), carreras de Peugeots contra Seats, diálogos autistas, escenas de discomuermo, tiritos caballo, canutos y manguis auténticos venidos a actores del arroyo. La historia es para dormirse: una banda armada de tres pájaros y una chorba dan palos por ahí y hablan de sus cosas, por ejemplo lo mal que se lo monta la gente que vive según las leyes de la sociedad, y no al margen como ellos. La piba y el que manda son pareja, algo así como Bonnie & Clyde en plan corcusantes del Gran Hermano. Da tanta brasa su rollo lofestori que es casi para reventar de alivio cuando llega el previsible desenlace. La joden atracando un banco y los tres chavalotes la espichan. Ella, más sola que la una pero con un buen pastón, desaparece afligida en la noche. No semos nadie.

COLEGAS 1982
En su día la crítica la tuvo por una de las peores obras de De La Iglesia, lo cual ya supone un aliciente extra. Los colegas viven en un barrio curriqui y son Antonio y Rosariyo Flores, hermanos e hijos de un taxista, y su vecino Jose Luis Manzano, compadre del primero y novio de la segunda. Manzano se quila sin goma a Rosariyo contra la tapia de una casona en ruinas, dejándola preñada, a ella, no a la tapia. Como todos tienen mal rollo con sus viejos, pasan de piarla. ¿Aborto?, si, pero cuesta 25 mil del ala. Para sufragar el tema, Manzano busca empleo sin éxito. Antonio se solidariza con él y por mediación de un tronco intentan montárselo de chaperos en un baño turco. Lamentablemente no se les pone dura. Prueban a atracar un estanco, pero tampoco se salen. Tras hacerse un pajote y limpiarse con un calcetín sucio en una larga y warholiana secuencia, el hermano de Manzano, el Pirri, le da la solución. Pretende que ingresen en la banda del Corza, pero como ésta sólo la forman menores y ellos ya no lo son se les remite al Rogelio, Quique San Francisco en su habitual papel de bujarrón farlopero mafioso. Rogelio los factura al moro, donde su contacto Abdul, antiguo miembro de la guardia mora de Franco, les pasa 350 gramos de costo culero que se traen de regreso alojados en el recto. Para celebrar el éxito de la operación Rogelio les invita a una raya perico —!!!Antoñete!!!—, y habla que habla se entera de lo del aborto. Su oferta es tentadora: 400 napos por vender el bebé a unos padres adoptivos del guiri. Como a Rosariyo le da cangueli el aborto, aceptan. La cosa se va al traste cuando la futura parturienta pasa de aguantar más las broncas de la vieja y en un arrebato le cuenta lo del embarazo, para joderla. Se lía una buena y toda la escalera se entera de lo que pasa. La pareja y Antonio se abren a una pensión para pasar del muermo paterno; ahora ya no pueden vender al churumbel y han de pensar como decírselo al Rogelio sin que se mosquee. Antonio decide ir él sólo, por si acaso. Rogelio se mosquea igualmente, aunque no mucho, porque el Flores le pone. Sólo le preocupa que no la caguen abriendo el boquino y decide darles un toque de atención. Temiendo algo peor, Antonio se niega a revelarle la dirección de la pensión y sale por patas. Tiene lugar una bonita persecución que acaba en una obra, donde el Parola, uno de los sicarios de Rogelio, se cepilla por su cuenta al Antonio. Durante el sepelio del Flores, los padres de Manzano y Rosariyo les ofrecen sustento económico si se casan, pero como quieren ser pareja de hecho no se llevan “ni un puto duro” y la peli acaba en un perfecto anticlimax, por el morro. Sirva de consolación a tan tirada historia la autocrítica que en un momento dado se hace al cine navajero, o “macarra”, donde nadie ve tampoco un duro “si no se deja petar el caca”, así como una de las líneas de diálogo más brillantes del género: El Corza y los suyos han desvalijado un convento. A la pregunta del Pirri sobre si se han tirado a alguna de las monjas, el Corza responde: “!qué va, son más feas que un tiro mierda!”. Por si esto fuera poco, en la banda sonora caen dos canciones de Antonio Flores —y se oye a Obús por la radio—. mientras su hermana sale con el jopo al aire y enseña pelusa.

EL PICO (1983)
¡¡¡Picoletos, jaco, la ETA, carcinomas de ovarios, bebés con el síndrome de adicción prenatal!!!…Nadie daba más que Eloy De La Iglesia. En este su panfletazo por antonomasia, basandose en hechos reales urde un oportunista psicodrama social donde se cruzan las paranóicas vidas de un comandante de la Benemérita destinado en el Bilbo pre-Guggenheim y un diputado abertzale, cuyos respectivos hijos se enganchan al burro. Con una premisa tan burda como esta, a la febril retórica iglesiana le faltó tiempo para elucidar una simplista, por eso mismo peligrosa parábola sobre la emergente democracia española y el fantasma golpista que la acechaba. Ambigua en muchos aspectos, “El Pico” se regodeaba en los tópicos caballistas de rigor exhibiendo chutes explícitos de morboso trasfondo, si bien declinaba hacer el menor comentario sobre el origen de la inundación de heroina que arrasó Euskadi a finales de los 70. En esta tesitura superficial y sensiblera, se expone el marronazo de Paco, el hijo potrero del del tricornio, José Luis Manzano en uno de sus escasos papeles extralumpen. El chaval pasa un kilo de seguir los pasos profesionales de su padre, aún así es un desplazado al que en el insti eluden todos menos su colega Urko, el hijo del político. Para escapar a tanta alienación nada mejor que meterse un poto por la tocha. De ahí al gran monazo —la única secuencia formalmente audaz, aunque más digna de un tripi—, la escalada heroinómana es vertiginosa. Un putón sudaca les inicia en la hipodérmica, trafican a destajo y con la fusca que Paquito le ha sustraido al comandante Torrecuadrada se cargan a su proveedor, el Cojo, Ovidi Montllor, y a su enganchadísima parienta, Marta Molins, compañera del realizador Jordi Cadena, autor de la lamentable “Barcelona Sur”, otra muestra del explomangui de la época inscrito en la tradición delaloma. A todo esto, nadie sale manchado de tanta mierda. Paco, porque decide desengancharse para no robarle más ampollas de Dolantina a su vieja, que está en plena metástasis, y salva al viejo de un atentado terrorista. Su padre, porque elimina las pruebas que pueden incriminar a Paco en un gesto poético, lanzándolas al Cantábrico a bordo de un tricornio volador. El diputado abertzale, porque comprende que Torrecuadrada es también un ser humano. Hasta Quique Sanfrancisco, habitualmente un vicioso, es aquí un vicioso noble, Mikel Orbea, joven escultor homosexual y confesor espiritual de Paco, al que desea pero respeta. Sólo la pringa Urko, que se queda en una sobredosis, una muerte al fin y al cabo necesaria, justificante de la precaria moralina subyacente en este bodrio sensacionalista de la más baja calaña. La película incluye un par de fugaces apariciones de los C-Pillos, si es que a alguien le importa.

EL PICO 2 (1984)
Interpretado esta vez por Fernando Guillén —nada hay más temible que un mal actor en el error de creerse un gran actor—, el comandante Evaristo Torrecuadrada pide el traslado a Madrid y se lleva al niño de médicos. Paquito, Manzano pero doblado por Pedromari Sánchez —un especialista en prestar voz a julais, doblador de Malcolm McDowell en “La Naranja Mecánica”—, arrastra un gorila de no te menees y devora Nolotiles como si fueran pipas. Finalmente, una facultativa chilena lo pone a dieta de metadona. Mientras tanto, en Bilbao un desalmado periodista remueve la mierda y consigue pruebas de que Paco es uno de los dos asesinos del Cojo y su señora. La noticia sale en primera plana y Paco va a dar con sus huesos en Carabanchel. Tras este preludio aparece la verdadera sustancia de la película, un inserto carcelario de makoki subido: Nada más entrar en el maco Paco es objeto de un palo. En el chabolo coincide con el Pirri, aquí ya más crecidito, con quien se enrolla de putifá. Pero el que le va a dar cuartel es el Lenda, de Lehendakari, un peligroso preso vasco que se la tenía jurada al díler suprimido por el hijo del picoleto. Los traslada a él y al Pirri al chabolo que comparte con un mediotravelo y allí los pone morados con unos bucos de padre y muy señor mío. El Lenda se autolesiona para fugarse y les deja sin mercancía, otra vez con King Kong a cuestas. Acuden al Tejas, un bujarrón que también mueve, y ocurre lo que tenía que ocurrir: el Tejas y sus tres amigotes le hincan la cebolla en el jopo a Paquito. En la calle, Torrecuadrada y un abogado malaje, Agustín Gonzalez, han estado practicando soborno judicial y presionando testigos, tejemanejes que sacan del talego a Paco. Como éste se da por caso perdido y no quiere arruinarle la vida a Evaristo, se va de casa para liarse con Betty, el putón argentino del Pico 1. Con lo que ella gana mamándola, él compra jaco para revender en Malasaña. Así hasta que reaparece el Lenda y atracan una joyería, a resultas de lo cual éste es herido y se ven obligados a huir a Bilbao. En el bocho se refugian en una casa abandonada, siendo localizados sin tardanza por la Benemérita. Un teniente del cuerpo vende la exclusiva al reportero mierdoso, quien se lo organiza de tal modo que Torrecuadrada vaya a detener en persona a su hijo. La gran escena se tercia: Paco y Evaristo se ven las caras, mutuamente encañonados. Gran cima dramática de Fernando Guillén, que recibe los reproches de Paquito y un mortal balazo del Lenda. A su vez el huérfano se mosquea y venga al difunto acribillando al Lenda. Paco va a la trena, hace la mili y se lo monta con Betty, a la que fabrica un hijo. Ahora ocupan la plaza del Cojo y su costilla, distribuyendo el potraco que les suministra la Guardia Civil a cambio de información. No hay salida para el pobre Paquito. Dedicada “a los presos de Carabanchel y todos los que luchan contra la esclavitud de la heroina”, contiene cameos de Rafaela Aparicio y Gracita Morales, esta última en su rol habitual, es decir de fámula.

PERRAS CALLEJERAS (1985)
Impelido por el éxito popular del díptico “El Pico”, De La Loma apeló nuevamente al filón canino con este tardío, indigente infraproducto, relativa tercera y última entrega de la serie “Perros Callejeros”, cuyo título, no obstante, presagiaba un sin fín de prometedoras posibilidades (¿el Torete y el Vaquilla sometidos a un cambio de sexo para burlar a la pasma?). Fiel a sus estólidos principios, el cineasta catalán desperdició la posibilidad de subvertir los maniqueos códigos del subgénero, limitándose por el contrario a practicar auto-exploitation del trivial. Las perras callejeras a las que aludía el título, no eran pues epígonos hormonados de los habitantes de la Mina más buscados por la ley: Berta es una putilla recién salida del talego, que intenta sin demasiada convicción —!nunca lleva bragas!— hacérselo de decente mientras un proxeneta que la codicia aborta sus débiles conatos de reinserción. Visto el percal, se pasa a la patronal fundando una empresa de bandolerismo urbano con otras dos jóvenes que, como apuntaba la sinopsis oficial, también “se sienten explotadas y discriminadas por la sociedad”. La segunda en discordia y cerebro de la organización es Crista, una gitana forzada a ejercer de carterista para sufragarle el morapio a su padrastro, Victor Israel, un histórico del cutrerror hispano. Completa el lote de navajeras Sole, una pánfila enganchada al jaco, mantenida de un ricacho y a la sazón novia de Manolo, el hermano de Crista, un pinta que pringa en el trullo y pone el culo a cambio de chutes, “que eso no le hace a uno menos hombre”. Crista paga la fianza de Manolo, y Sole unos cuantos grametes para celebrarlo, con el botín que han obtenido al robar disfrazadas de tíos la recaudación de la discoteca Diamante Azul, donde la juventud baila al ritmo del horrendo tecnorock post-apocalíptico de unos tales Cristal Oscuro. Don Epi y su matón El Anguila, los discomafiosos, no tienen puta idea de quién les ha dado el palo, aunque se han quedado con las tetas de uno de los asaltantes. El comisario de turno, un completo asno, aventura la teoría de que los autores del atraco son travelos argentinos, freudiana fijación diseminada a lo largo de la película, extensible a uno de los dos maderos de la secreta que coprotagonizan el film, víctima de la blenorragia y de un psicopático odio hacia ese experto colectivo profesional importado de la tierra de Maradona. Un camello que lee El País da el solplo al Anguila, justo cuando nuestras tres amigas están a punto de largarse de Barcelona después de haber desvalijado a los comensales de un restaurante de semilujo, golpe maestro planificado por Manolo. Acude al rescate Carlos, el otro secreta, que va de legal y está colado por Crista. Pone en fuga a los hampones y permite que Crista y su panda se embarquen en un carguero griego. El botín lo incauta, naturalmente para devolverlo. Con un argumento así de panoli, que nadie espere escenas sucias; de sexo hay poco y propio del destapismo pretérito, insensible a la apetitosa presencia de Sonia Martinez, una de las protagonistas, presentadora televisiva de espacios infantiles que acabó enganchada y prostituida, sucumbiendo al sida en la más absoluta marginalidad. Otro miembro del Hollywood Babylon ibérico, el impagable Tony Isbert, en la vida real implicado en un feo asunto de farlopa, hizo las veces del genial Manolo.

YO, EL VAQUILLA 1985
Lo peor de lo peor. De La Loma exprime por enésima vez las ubres del Vaquilla adquiriendo los derechos de su autobiografía homónima. El propio interesado aparece in person filmado en el penal de Ocaña, establecimiento desde el que recita cual cotorra amaestrada sus monólogos. Entrevistado (?) por el periodista de Interviú Xavie Vinader o de voz en off, Moreno rememora la infancia del “nacido al otro lado de la sociedad” mientras De La Loma ensambla el truño en imágenes con actores de la calle. De fondo, los Chichos entonan penas talegueras y rumbas con percusión electrónica. Conociendo al Vaquilla y a De La Loma, confiar en la veracidad del engendro es absurdo. Toda semejanza con la realidad queda expurgada en beneficio de una serie Z donde el rigor, de cualquier tipo, brilla por su ausencia. Co-dirigida con De La Loma jr., es lo más infumable de la filmografía navajera, un último estertor cuyo visionado solo compete a adictos y masoquistas. Incluye una “fugaz aparición” del Torete, tan fugaz que no se le ve por ninguna parte.

© 2000 Jaime Gonzalo.

9 comentarios en “Cine de delincuencia juvenil español 1976-1985

  1. Bioman

    La tercera entrega de Perros Callejeros es «Los ultimos golpes del Torete», la peor de todas y luchando cuerpo a cuerpo con «Yo, El vaquilla» por el trono de peor película del género.

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  2. Morvuz

    yo quiero saber el nombre de una pelicula que se trata de una cotorra que aprende a robar gracias a una niña que se llama mery.me gustaria saber el nombre de esta pelicula que es de los años 1990 o algo asi.si alguien sabe de esta pelicula le agradeceria que me dijeran el nombre para descargarla.

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  3. Lord Babylon

    Incluye una “fugaz aparición” del Torete, tan fugaz que no se le ve por ninguna parte.

    Perdona pero el que parece no haber visto la pelicula eres tú. El torete aparece como abogado de el vaquilla en una secuencia. A ver si nos informamos antes de escribir cosas que no son ciertas.

    Un saludo

    P.D: Que conste que me ha gustado el articulo.

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    1. comomolasercrítico

      Yo creo que no ha visto ninguna, vaya despropósito de artículo. Machista, homófobo, clasista, un humor digno de las comedias sexys… No hay nada de análisis, solo exabruptos sobre la transcripción de las películas con un tono canallita que da vergüenza ajena. Errores de documentación como el que comentas o el de Burning, ausencia de algunas películas sin explicación (¿Perros callejeros III?). Lole y Manuel descritos como «flamenquito» de forma despectiva (el crítico musical, LOL).
      Las mujeres son mencionadas porque TETAS.

      Bochornoso lo de algunos críticos culturales de este país.

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      1. Soyturuina

        Totalmente de acuerdo a parte de un lenguaje que parece del típico carca que se las da de moderno… patético…. sólo da su opinión personal y la verdad que el cine Quinqui es mucho más que lo que él dice, este tipo de fenómeno carece de sentido si no se tiene en cuenta el contexto social y político de la época nose…. No mola gramola (como diría el autor de este bodrio)

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  4. khalesi

    pues ami el cine quinqui..me parece el mas logrado y real que han echo jamas…no como las peliculas de ahora que te cuentan lo que les da la gana o de ficcion..antes no necesitaban dobles…te relatavan tal cual era su vida, dura ..pero no te mentian.

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