Condenado sea, nunca deja de desconcertarme, el personal. Y no me refiero ya al gentío en su conjunto, esa impredecible manada anónima, sino a individuos de pensamiento y trayectoria constatadamente solventes, incluso puede que relevantes, de los que cabría aguardar menos sorpresas en ese sentido. Sorpresas que si bien veniales, ponen de manifiesto lo mucho que de objetable tiene la naturaleza humana, raíz de todos nuestros males, y a la que acaso no escapemos ninguno de nosotros. Entro en materia. Cada varios meses me dejo caer por la redacción de Cáñamo para recoger números atrasados —de ahí el desfase de lo que paso a exponer—, en los que entre otros temas suelo encontrar deleite con la sección de Diego Manrique y las columnas de Moncho Alpuente y mi apreciado Alejo Alberdi. En el número de enero tropiezo con la de este último, que titulada «A vueltas con la contracultura» hace referencia a una de mis obras. Esta, el segundo volumen de Poder freak, se ve en dicho artículo englobada en un conjunto de títulos que como Rebelarse vende: El negocio de la contracultura y La conquista de lo cool, parecen compartir una mirada crítica sobre la tan manoseada efeméride contracultural. Y empleo la posibilidad copulativa del parece porque no he tenido ni el impulso ni la ocasión de leerlos, de ahí que me abstenga de opinar sobre el mayor o menor acierto de la equiparación, pero no así de la tesis que a su remolque se expone luego en el escrito, o mas concretamente de su «deontología».
Alberdi tampoco ha leído esos libros, incluido Poder freak vol. 2, y así lo admite, pero eso no le disuade de, basándose «en reseñas y entrevistas con sus respectivos autores», alinearnos a los tres en un frente a su entender indocumentado o miope que generalizando el fracaso de la contracultura y obviando sus logros menos cacareados, contribuye a perpetuar «el estereotipo del jipi bobalicón con el cerebro quemado por el ácido». Una simpleza, coincido, que, sentencia él, «tendremos que soportar durante mucho tiempo». No voy a entrar al trapo argumentativo, basta con apelar a la lógica que en su sabiduría depositó Willie Dixon en una de sus canciones: «No puedes juzgar una manzana mirando el árbol / No puedes juzgar la miel mirando la abeja / No puedes juzgar a la hija mirando a la madre / No puedes juzgar un libro mirando su portada», le advertía el robusto bluesman a una conquista que se le resistía, «Puedo tener aspecto de granjero, pero soy un amante». Juzgar el trabajo ajeno y derribarlo de un puntapié basándose en tan endeble premisa como las reseñas de terceros y lo que su responsable haya declarado en entrevistas, no es lo mismo que hacerlo habiendo investigado antes esa labor, con la consecuente extracción de conclusiones que sobre dicha base pueda operarse. Extrapolemos esa elipsis crítica al terreno pictórico, o el musical. ¿Consideraríamos merecedor de nuestra confianza un criterio que se permite dictar sentencia con un disco que no ha oído o un lienzo que no ha visto?
Desconcierta, sí, que conduciéndose Alberdi por lo general meticuloso e informado con sus opiniones, se descuelgue de esta manera por las ramas cuando tenía un grueso tronco al que aferrarse. En el caso de Poder freak ni siquiera era necesario leerlo. Le bastaba con acercarse a cualquier librería y hojear someramente los dos volúmenes hasta ahora publicados de esa trilogía para comprobar por sí mismo que en ellos también se sopesa «la emancipación femenina, el fin del segregacionismo, la desaparición de la homosexualidad de los manuales psiquiátricos, la despenalización del aborto y los anticonceptivos, la eclosión del movimiento ecologista, el auge del pacifismo, la influencia en el desarrollo de la informática personal e Internet», además de otros éxitos de la contracultura, como los califica Alberdi, y alguno más que omite, caso de la normalización del movimiento gay, la supresión del reclutamiento obligatorio, la modificación de la legislación en materia de drogas y otros asuntos que yo prefiero tildar de consecuencias, y que como tales, no siempre son lo que parecen.
Pretender por otra parte restarle importancia al hecho de que la contracultura, que en ningún caso fue una revolución, acaso una peristalsis burguesa, tenga como todo sus sombras, resulta tan propio del pensamiento dual sobre el que alerta Alberdi como cerrar los ojos a sus luces. La contracultura no fue menos hipócrita, corrupta, codiciosa y maleable que cualquier otro experimento social de los que jalonan la historia. Mistificarla, tal que se ha venido haciendo desde el determinista imaginario de la izquierda, suprimiendo sus puntos oscuros, no parece un método de análisis demasiado científico.
En la contracultura el fanatismo religioso y la superstición mística causaron estragos. La división sexual del trabajo se reforzó. Las universidades se transformaron en empresas. Las comunas fracasaron en la erradicación del egoísmo individual. Sin olvidar la dependencia «consumista pero no contribuyente» de la parasitaria sociedad contracultural respecto a subsidios, cupones de comida y otras ayudas estatales que señalaba Hans Toch, «pues los hippies, a fin de cuentas, aceptan, e incluso exigen, servicios sociales, al tiempo que rechazan toda intención de contribuir a la economía». O que la hippie trail que partía hacia Oriente no era un viaje hacia sino una huida de, como señalaba Therodore Roszak. Contradicciones flagrantes, de la que la más evidente quizá resulte el hecho de que muchos de los actuales desmanes vengan dictados por hijos de aquella ideología utópica como consecuencia de la infiltración de la nueva izquierda en la política profesional.
No sé lo que pensará Alberdi de otras evidencias como que Nixon saliera abrumadoramente reelegido para un segundo mandato aun habiéndose reducido la edad de voto, o el repliegue y práctica desaparición del 90% de organizaciones anti-Vietnam una vez profesionalizadas las tropas y eliminados los sorteos, pero concuerdo con él en una cosa… hay que acabar con las simplezas, empezando por asumir que un elevadísimo porcentaje de la población hippie ya era boba de remate sin necesidad de freírse previamente las neuronas. En cualquier caso, aprovecho la ocasión para anunciar a quienes leen y quienes gracias a la percepción extrasensorial pueden permitirse no hacerlo, que el tercer y último volumen de Poder freak se halla ya a punto de tomar la recta final. En cuestión de un par de acelerones, calculo que si nada lo impide aterrizará en las librerías en 2014, que es ya mismo. Ah, y un fuerte abrazo, Alejo.
© 2013 Jaime Gonzalo.
La verdad, es que suelo desconfiar de cualquier movimiento que lleve la palabra -contra delante. ¿Porqué?, aunque sea un tópico, las verdaderos cambios se hacen desde dentro. ‘Revolución’ sería otra de esos significantes de doble filo. Ninguna revolución ha conseguido cambiar absolutamente……..nada. Cuando revolucionamos o vamos en contra en el fondo seguimos la estela o andamiaje ideológico de los amos pero en sentido opuesto. Huir por medio de la negación o el nihilismo evita placenteramente enfrentarse duramente con el propio sistema. Y en cuanto a los ¿¿éxitos?? de la contracultura que menciona Alberdi, todos van en un mismo camino: la instauración feroz del capitalismo y su amiga la ciencia en todas las vertientes y recovecos mundanos que nos dicen lo que políticamente es correcto e incorrecto. Si Heiddeger levantara la cabeza…….
Quería responder con más detalle, pero he estado bastante liado y prometo hacerlo en breve. Por de pronto, aquí va mi artículo
https://docs.google.com/file/d/0B1FBjvRIOHbEWlAteUhaY0xWVVU/edit?usp=sharing
Aún esperamos respuesta…
Tienes mal algún enlace y al intentar leer entera la primera entrada, «Heces humanas», viene uno a parar aquí. Estaría bien si pudieras arreglarlo.
Saludos.
En efecto. Creo que ya está solucionado. Gracias por el aviso.