Que gastaba fuste de estrella rock Hitler, y por extensión el nazismo, lo apostillan detalles varios: esas multitudinarias concentraciones de fervor escenificadas por Joseph Goebbels, preludiando con su pecuaria idolatración los festivales musicales; las imágenes documentales del Führer asediado por la sección femenina de las Juventudes Hitlerianas, cual histéricas admiradoras de los Beatles; las miles de cartas mensuales que recibía de su público, devocional correo de fan; los megalómanos delirios de Adolfo, tan seductora y llamativamente gestuales, amanerados, como pudieran serlos luego en su canibalizadora ataraxia los de Little Richard o David Bowie. Pero por encima de todo, su afición a las drogas, que le transfiguraban en aquel superhombre nietzscheano anhelado por el nacionalsocialismo, pero también en su contradicción: el über yonqui. Adicto terminal que con su capacidad de ingesta degradaba a William Burroughs y Johnny Thunders a humildes meritorios, pasó Hitler los últimos años de la guerra sistémica y artificialmente euforizado… hasta que se le agotaron las existencias. La súbita decrepitud, los ciclotímicos cambios de humor, el derrumbe mental y psicológico que a los 56 años harían de él un espectro de venas destrozadas y dentadura podrida vagando por el führerbunker, no eran síntomas del Parkinson, sino del monazo de Eukodal, por citar solo uno de los gorilas que le trepaban por la chepa.
Si las sustancias químicas aplacaron o espolearon su demencia no viene especialmente a cuento, aunque quepa preguntarse qué habría sucedido de disponer de acceso el frustrado pintor austríaco al LSD, o de haberle dado por la yerba, ya que en el contexto de la Alemania nazi hemos de hablar de una locura colectiva, nacional, y una droga sin paliativos, el propio nazismo per se. Toxicomanía social, trazó el nazismo una paradójica elipsis de la ebriedad que comenzó aplicando tolerancia cero a drogas y drogadictos, pasó a continuación a hacer de los estimulantes dieta esencial de un líder superado por su ambición, y acabó finalmente permeando con cocaína, heroína y particularmente metanfetamina a gran parte de la población, desde la soldadesca hasta las amas de casa, pasando por el sector obrero. Empleando las drogas como arma de Estado, daba el nazismo con la que en esencia sería la más maravillosa de las Wunderwaffe. Con ellas, pensaban, podía paliarse la inferioridad numérica y material de Alemania respecto a los aliados, sumergiendo a la población en la misma marmita en la que cayó Obelix de niño, en el néctar y la ambrosía que hacían inmortales a Zeus y el resto de númenes del Olimpo, no por ello menos sujetos a su fatum.
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