Por las razones que sean, decido el otro día desempolvar My life in the bush of ghosts de Brian Eno y David Byrne. Mientras el disco gira, no es su contenido musical, por otro lado envejecido, aquello en lo que más reparo. Otra cuestión se abre paso en mi mente, surgida de la nada: ¿Cuánto hacía que no lo escuchaba? Con toda seguridad, más de de veinte años. Por lo menos. Para según quien, toda una vida. Inútil intentar recordar esa última ocasión y cómo éramos yo y la mía entonces. En su momento, albores de los 80, lo exploré con asiduidad, como todo lo que venía firmado por Eno, venciendo el rechazo que empezaba a producirme Byrne y las ínfulas de modernidad ratificadas por los enterados del momento. No caigo ahora mismo, ya digo, en qué sucedió para que de un día para otro dejara de frecuentarlo. Probablemente irían desplazándolo otras novedades, o me lo sabría de memoria de tanto escucharlo… porque antes de que el mercado se saturara, cuando el tiempo parecía correr más despacio, los discos los oías hasta gastarlos. No importa. Lo que cuenta es que al contrario que otros títulos, nunca sentí la necesidad de recuperarlo, acaso por que ya había tomado de él todo lo que podía ofrecerme. Y eso me plantea otra cuestión. ¿Volveré a extraerlo de su funda antes de que el silencio eterno me envuelva?
Un simple cálculo matemático con la media de longevidad que puedo aspirar a alcanzar, y mi actual orden de prioridades, me persuaden de que, de no ser por motivos profesionales, difícilmente se terciará esa posibilidad. ¡Qué breve puede ser el paso de algunas cosas por nuestra vida! Y no lo digo pensando en My life in the bush of ghosts. Hay discos que seguramente mereciendo mayores atenciones, solo habré escuchado una vez, permaneciendo archivados para el resto de sus días y de los míos. Claro está, también puede que eso se deba a que el tiempo del que se han visto privados lo haya empleado atendiendo a otras obras, discos con los que siempre me he sentido como si los escuchara por primera vez, discos que sentimentalmente me reclaman con mayor énfasis, discos de los que no se desvanece la capacidad de sorprender ni el misterio o desafío que plantean.
Existe una tercera categoría en ese censo de las relaciones observadas con mi discografía, un limbo, un cruel y aleatorio agujero negro en el que quedan absorbidos aquellos discos, misteriosamente desaparecidos, de los que nunca he vuelto a saber nada. Discos que sé positivamente que tengo pero que no logro encontrar por ninguna parte. Obsesivo como soy, llevo meses dedicando ratos sueltos a revisar metódicamente las estanterías en busca de los últimos en sumarse a esa negra lista, en concreto uno de Mission of Burma y otro de Walter Carlos. Me ha ocurrido alguna vez que, después de pensarlo con detenimiento, he llegado a la conclusión de que he soñado tener cierto disco. También se han dado casos en que la memoria ha jugado a confundir, convenciéndome de que había comprado cierto título que en realidad solo dejé anotado mentalmente en el subconsciente para recordarme que debía volver a por él a la tienda, sin llegar a hacerlo nunca. Pero esos no, voto a Bríos, esos no. Los tengo. Los he tocado con mis manos, los he visto con mis ojos, los he reproducido en mi equipo. En algún momento y en alguna dimensión, han estado en mi poder.
No son los primeros que se esfuman, me temo que tampoco los últimos. Ni les cuento la de poltergeists que han tenido lugar en mi hábitat a lo largo de los años. Tijeras, llaves, revistas, libros, ropa interior, billetes, papelas, chinas, han sido succionados con traidora voracidad por ese misterioso, insondable orificio, y sin necesidad de mudanzas de por medio. Pase con objetos pequeños, pero un disco es demasiado grande para volatilizarse así como así. La lógica me dice que, ya que no los presto ni a tiros, tienen que haberse traspapelado. No pueden andar muy lejos. Y en su búsqueda sigo, por tozudez pero sin esperanzas. Sé por experiencia que cuando algo vuela, lo normal es no volver a verle el pelo. Supongo que como compensación a esas evanescencias, algunas piezas me las he comprado involuntariamente por duplicado, sin alcanzar a recordar en el momento de pasar por caja si las tenía o no. Ahora mismo me vienen algunos pocos ejemplos —Box Tops, Ornette Coleman—, pero eso carece de relevancia. También tiene esa dispersión mental sus contrapartidas. Qué alegría, cada vez que fortuitamente tropiezo con un disco que ni remotamente pensaba que se encontrara entre los míos. En cualquier caso, ¿cómo es posible que no tuviera conciencia de que unos y otros formaban ya parte de mi colección? ¿Tan frágil es la memoria? ¿Tan leve huella habían dejado esos ejemplares en mi psique? ¿Le ocurre a más gente? Ay, Señor, que dirían los creyentes.
Si las discografías son también como mapas de nuestros desórdenes, del tiempo que hemos perdido y del que hemos ganado o aprovechado, la mía refleja una orografía accidentada, cuajada de baches y socavones. Como si eso fuera a prolongar mi vida, me pregunto qué otros discos volveré a reencontrar o extraviar, cuántos de los primeros lo serán para causar una decepción o una iluminación, cuántos de los segundos para maldecirme por ello o sin causar la menor conmoción. A ciertas alturas de la vida, uno ha de atribuirse más que nunca sueños imposibles, tiempo del que ya no dispone, paréntesis en los que refugiarse… aunque sea abriéndolos con fórceps.
© Jaime Gonzalo