Le deja siempre a uno demudado profanar lo ignoto. Como todo, el conocimiento es contradictorio. Cuando un haz de clarificadora luz ilumina aquellas regiones umbrías que durante mucho tiempo nos han estado vedadas, es como si al objeto de nuestra especulación, desde ese momento objeto de nuestra posesión, le arrancaran algo de magia, de misterio. Queda, la imaginación, arrobada. Una sensación de vacío se abate sobre esa euforia, esa gratificación sensorial recibida a través de la condición de trofeo cobrado que le atribuimos a la consecución de nuestro deseo, sea éste una persona, un objeto, un ideal, un dato. Ya no resta nada por desear, nada con lo que fantasear. Se viene abajo la intriga y de sus cascotes surgen los más o menos ordinarios hechos.
La industria discográfica ha alcanzado un alto grado de perfeccionamiento en el menester del desmantelamiento de deseos. Hasta que llegue el día en que no quede nada por exhumar, y llegará tarde o temprano, sería una digna materia de polémica dirimir si el hecho de que, por ejemplo, nos sean reveladas las sesiones completas de Bitches Brew de Miles Davis, suma o resta a nuestra percepción de la música y el individuo o individuos que la forjan. Puede ayudarnos a comprender mejor el proceso creativo, pero, del mismo modo que un creador tiene derecho a reservarse aquella información que no considera esencial, sino un medio más para alcanzar el fin, podemos arrogárnos ese derecho también los receptores para conservar incólume la impresión primigenia que nos ha producido esa obra tal y como ha sido concebida originalmente por su responsable. En el 95% de las ocasiones, nada sustancial se aporta con ese «material extra» que abona box sets y reediciones bajo guisa de bonificación o señuelo. Es más, cuántas veces no sería mejor que lo inédito permaneciera como estaba.