LEFA RANCIA EN EL FONDO DE UN BOLSO DE MUJER

Este relato que a continuación les aguarda fue escrito como parte de una serie, inacabada, cuyos capítulos correspondían a diferentes autores. Una empresa colectiva, digamos. La única normativa de esa tontería era respetar los nombres y rasgos básicos de sus principales protagonistas, todo lo demás podías pasártelo por el forro, cosa que hice de mil amores. No me sobran tiempo ni ganas, pero si me lo suplican como es debido consideraría la posibilidad de darle continuación a las patéticas tribulaciones de Pescaroni. Sorpréndanme.

LEFA RANCIA EN EL FONDO DE UN BOLSO DE MUJER

Muy buenas. Me llamo Pescaroni. Soy pasma y soy corrupto, tan corrupto que puedo sentir como cada día me pudro un poco más por dentro. Ni se imaginan lo mal que me huele el alma. Apesta, se lo juro. A ustedes no tengo nada que ocultarles. Ustedes, que como yo son gentuza, sabrán comprenderme, sabrán a lo que me refiero. No puedo ser más explícito de momento. Es difícil concentrarse cuando a uno le están dando fricciones en la cabeza con un puño americano, y ese hijoputa de El Feto es un masajista que adora su oficio. Lleva toda la tarde abollándome la mollera. Cuestión de tiempo, dice su compinche Andy. El Feto reparte y Andy pregunta, así funcionan las cosas. ¿Y saben qué? Andy tiene toda la razón. Todo es cuestión de tiempo. Me está empezando a crujir el cacumen. Sangro por las orejas y creo que tengo el tabique nasal partido. Nos lo hemos pasado bien, los tres. Quieren que cante. Me han arreado tanto que ya ni siquiera recuerdo por qué andaban detrás mío. Tuve un descuido y me cazaron como a un conejo. De eso hará un par de días. Desde entonces estamos aquí, ellos a lo suyo y yo a lo mío. A piñón fijo. ¡Uhg!. Esta caricia ha hecho pupa. La gente dice que ve las estrellas cuando experimenta un dolor agudo, pero yo percibo puntos de luz fosforescente y colores eléctricos. Si, Andy sabe lo que se dice y El Feto sabe lo que se hace. El tiempo corre en mi contra. Si no me invento pronto una milonga que largarles se les irá la mano y me reventarán el jeto, o algo peor. Y entonces, adiós Pescaroni. Está bien, putos mierdas, hablaré por los codos. El Feto resopla, no se si porque está cansado de zurrarme o porque le ha sabido a poco. Andy enciende un cigarrillo y me lo introduce entre los labios después de limpiarlos de sangre con la yema del dedo meñique. Es mi turno, toca piarla. Un par de caladas y a mentir como un bellaco.
Veréis, tíos, todavía no sé muy bien por qué lo hice. ¿Un impulso? Llamémoslo así. La idea me perforó la cabeza con rebufo de bala trazadora; quedé en blanco, cualquier otro síntoma de actividad cerebral fue arrollado por su trayectoria. Tuvo algo de fulminante, aquel mudo relámpago estallando en un fragor de silencio. ¡Hazlo!, me dije durante ese inefable segundo de inspiración, ¡ahora! Así que agarré su bolso y su abrigo, los arrebujé en una pelota y me esfumé discretamente. Nadie lo advirtió. Ni siquiera los porteros repararon en aquel bulto negro que llevaba aprisionado bajo el brazo. Hacia las cinco de la madrugada abordé un taxi. Encerada por la lluvia, dormida sobre lechosos reflejos de farola solitaria, la ciudad olía a derrota.
El tiempo se desmoronaba a mi alrededor como muro de Jericó. Así de fuerte soplaban las trompetas de la impaciencia. Yo sólo pensaba en inspeccionar el botín, detenidamente, en privado. He robado muchas veces en mi vida. Todo tipo de cosas. Pequeños y grandes hurtos. A poderosos y a débiles. Con y sin guante blanco. Pero nunca hasta entonces le había robado el bolso a una tía. Bien pensado, aquella se lo merecía, nunca lo he dudado… Miento. En un primer instante dudé, solo lo protocolariamente necesario. Enfermé moralmente, abatido por un pasajero acceso de conmiseración, y hasta llegué a lamentar la comisión de un latrocinio tan burdo. Me pesaba por mí, no por ella. Con aquel acto ruin me autodegradaba más de lo necesario. No tuve otro remedio que defenderme. Cuando la culpa se presentó ante mi conciencia, la aplasté. El cadáver dejó escapar oscuros fluidos, estremeciendo sus patitas de cucaracha en un vano pedalear post-mortem.
La víctima de la sustracción era antigua novia de un amigo, una mujer trastornada que llevaba muy mal la bebida. A la segunda copa ya la veías enroscada a un tío, como una boa ebria. Cierta vez la tuve a tiro, pero al final dio marcha atrás, dejándome frustrado y caliente. Haría unos cuatro o cinco años que no la veía. Las mujeres envejecen deprisa y ella no constituía excepción. Nunca había sido atractiva. Lo que la hacía apetitosa, todavía, era la viciosa concavidad de sus pupilas, aquella mirada algo ida y un cuerpecillo menudo que presagiaba contorsionismos inéditos. Me la volví a encontrar en un antro. Nos saludamos cruzando un par de frases hechas y sin darme tiempo a reaccionar me pidió que le vigilara sus cosas mientras bailaba. Ya iba cocida, inútil razonar con ella. Se sumergió en la muchedumbre y la perdí de vista. Dos copas más tarde decidí abrirme de allí. Me despedí de reojo del bolso y del abrigo, abandonándolos a su suerte. Que la parta un rayo.
La ocurrencia de una loncha suplementaria antes de ir a sobarla encaminó mis pasos hacia un nudo de húmedos callejones adoquinados, confluencia encharcada en orines furtivos y lúgubres pestilencias. Y allí estaba ella, arrodillada frente a un menda, mamándosela diestramente. Había extraviado el jersey y se encontraba en sujetador, desafiando las bajas temperaturas y las miradas curiosas. Yo también me olvidé de aquel frío que se pinchaba en la carne, y hasta de la raya de buenas noches. Me la saqué y me masturbé mientras les espiaba. El tipo al que se la chupaba y yo nos corrimos al mismo tiempo. Su esperma se vertió en la boca de ella, el mío sobre los desperdicios de un restaurante paquistaní que se encontraba en la esquina tras la que me parapetaba.
Antes de largarme de allí les vi besándose. Él le recorrió los labios con lengua hacendosa, succionando las vetas de esperma que por allí iban manando. Mezclado con abundante saliva, dejó rezumar el semen por la barbilla, despacio, hilándose en el proceso elásticas estalactitas que cayeron en las sedientas fauces de su casual felatriz. Ella, agarrándole firmemente los huevos, depositó la trashumante flema en los dedos de su mano libre y le susurró algo al pavo. Este le desabrochó los pantalones de cuero y se los bajó, después hizo lo mismo con las bragas. Entonces ella se introdujo en la vulva sus dedos, untados en aquel burbujeante compuesto de simiente y babas, y éstos exploraron metódicamente, lubrificantes, expertos. No quise ver más, seguramente acabarían quilando en alguna portería solitaria, o entre coches aparcados. Qué más da.
Normalmente las pajas me relajan, pero aquella me dejó turbado. La polla que se había comido la perra, pensaba mientras caminaba sin rumbo, podía haber sido la mía. Malhumorado, regresé al antro a por una última copa. Sus pertenencias seguían donde las había dejado, huérfanas, dos manchas solitarias. Me reclamaban. Como ya he dicho fue una operación limpia, toda discreción.
Mi apartamento estaba congelado. Encendí la calefacción y me desvestí. No obstante el frío, la tenía dura; cuando se caldeó el ambiente adquirió el mástil plena hinchazón, una erección soberbia. Y eso sin haber profanado aún los secretos de mujer que custodiaba aquel enorme bolso con dimensiones de baúl. En los bolsillos del abrigo di con unos guantes de lana y un par de kleenex usados. No veáis qué lapos sueltan también ellas. Una tarjeta de metro caducada, un botón, calderilla, un paquete de tabaco. Decepcionado, pasé a investigar en las profundidades del insondable capazo. Con detenimiento, como si fueran tesoros a tasar cuidadosamente, fui depositando su contenido sobre la mesa: Un abultado neceser atestado de cosméticos y artículos de higiene personal, un par de mudas de bragas y calcetines, un grueso manojo de llaves anillado a un Snoopy de goma, tampones, un fajo de fotografías familiares, un teléfono móvil, una agenda de direcciones, tres cajetillas de Pall Mall light, un dietario de notas, un libro de Gabriel García Márquez y, ¡bingo!, una cajita de plata que en su interior guardaba una papela de jamarco.
Me lo metí, claro está. Siempre es mejor que la morfina. Morfina es lo que me inyecto normalmente para calmar los mordiscos que me pega el cáncer. Lo padezco desde hace un año. Me está devorando vivo. Parece que aún me queda un tiempo antes de estirarla, es lo que aseguran los matasanos, “si se cuida, claro”. Ya lo dijiste tú, Andy, el tiempo es la cuestión. En mis condiciones la morfina es mal asunto. Transcurridos los efectos del picotazo, un dolor de mil cojones se abalanza sobre mí. No anda con contemplaciones, ese cabrón, creedme. Corta, por lo sano, allí donde más daño hace. A patadas, me devuelve a la aturdida vigilia. No aterrizo yo ileso, en el mundo de las sensaciones físicas. Me reciben los dolores arreciando, redoblando esfuerzos para generar mayor voltaje. Es su forma de vengarse, por haberlos dejados solos, a los dolores, ni que sea por un instante. Me quieren porque sin mí no son nada. A base de convivir, nos hemos hecho buenos amigos, esos brutos y yo. Nos soportamos mutuamente, como hacen todos los buenos amigos, arrojándonos el uno al otro todo lo que de miserable hay en nosotros, ya que no tenemos a nadie más, de confianza se sobrentiende, sobre quien cagarnos. Somos muy francos, los dos.
Lo peor de cuando se desvanece la morfina de tus venas no es volver de esa manera, arrancado a trompicones de la suspensión, extirpado del útero por un garfio al rojo. Lo peor, digo, es que no tardas ni esto en querer más. Es lo que yo digo, lo uno lleva a lo otro. Aún sabiendo lo que te espera al volver, deseas largarte otra vez por la ventana del sueño inducido, ser insensible a todo, a uno mismo lo primero.
El jaco es otra cosa, tíos. Es como un hermano, entra dulcemente y se va dulcemente. Por eso me lo chuté, tan ricamente. En pocos momentos la temperatura ya no importaba. No la sentía. Tampoco me sentía a mí. Dejé que me meciera ese meloso estado de flotación en el que uno se postra al encerrarse en el blando capullo de la heroína. Vaya con la amiga. Su material era óptimo. Lástima que preguntarle dónde lo conseguía podría delatarme, porque aquello ponía de lo lindo. Y puesto como un cerdo, me dispuse a fisgonear en el dietario. No era un diario propiamente dicho, sino un vertedero de notas sueltas, escritas con caligrafía redondeada. Un montón de tonterías, os lo digo yo. Había un poema de John Lennon transcrito, citas del puto Paulo Coelho, dedicatorias de amigas, paparruchas de ésas, ya sabéis. Y entre toda esa mierda, alto ahí, algo llamó mi atención.

“Desolación aquí y ahora, eso es lo que nos aguarda. Azufre y llamas, tortura eterna. Puede que el cielo exista, pero nada hay más real a nuestros ojos que el fuego del infierno. Se avecinan malos tiempos. Lo innombrable se aproxima, la maldición acecha. Nos invadirá un ejército, un ejército de leprosos y doscientos millones de caballos escupiendo fuego por sus pestilentes bocas. Correrá un río de cadáveres amputados a lo largo de cientos de millas. Siete meses serán necesarios para enterrar a las víctimas. El Armagedón absoluto. Las madres devorarán la carne de sus hijos recién nacidos y del cielo caerán piedras de granizo grandes como bloques de hielo. De manantiales y fuentes sólo manará sangre. Las ciudades serán sepultadas por lava o quedarán inundadas bajo un diluvio de sapos, sapos del tamaño de puercos. Todos los que confíen en Jehová deberán recibir la marca de la Bestia o morir”.

¿De dónde habría copiado aquel nefasto vaticinio? ¿Acaso era ella la autora? La marca de la bestia. 666. Una mujer a la que traicioné me dijo una vez que estaba segura de que yo llevaba los dígitos del mal grabados en el cuero cabelludo. Olvidé la nota, cuyo contenido se atomizó dando paso a aquella amante de rostro impreciso. Intenté recomponerlo. Hice esfuerzos por arrancar a la distancia rasgos que llevaban exiliados en ella demasiado tiempo, pero cuánto mayor era el denuedo más se hundía la memoria en el cieno disolvente de la amnesia. No era capaz de recordar qué cara tenía, cómo sonreía o qué mensajes cifrados desentrañé en su mirada. ¿La quise? Tampoco supe acordarme de eso… En realidad, lo cierto es que no me acuerdo de nada más, tíos. Eso es todo lo que sé. Eso y que volví a cascármela, descargando la lefa dentro de aquel bolso.
Al Feto y a Andy no les gustó oír aquello. Estaban cansados. Yo también. El Feto abrió una navaja de afeitar y, sin alterar ni una arruga de la inexpresividad que enguantaba su mezquino rostro, dijo que iba a rebanarme los ojos. Andy dejó escapar una siniestra risilla. Luego, un terror denso y pegajoso que olía a almizcle se apoderó de mi estómago hasta vaciarlo de vida.

*Relato originalmente publicado en el fanzine Mofo.

© 2010 Jaime Gonzalo.

5 comentarios en “LEFA RANCIA EN EL FONDO DE UN BOLSO DE MUJER

  1. Desconcertado

    ¿¡ Glups !? Mejor se dedique al ensayo y la crítica en exclusiva. ¡Menudo acúmulo de pretenciosidad vacua! Intenta ser sórdido y crudo, y se queda en ridículo. Acabas de leerlo y sólo puedes pensar en reir.

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